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Lo que la dimisión del CEO de Uber puede enseñar sobre estrategia e imagen de marca

Por Redacción - 22 Junio 2017

Tras muchas idas y venidas y tras meses y meses en los que Uber veía como su nombre era criticado y protagonizaba más y más noticias negativas, el CEO de la compañía, Travis Kalanick, que ya había pedido una excedencia de su puesto la semana pasada, ha anunciado que deja la compañía. Dimite de su puesto según él mismo ha explicado en un comunicado recogido por los medios estadounidenses porque no quiere ser una distracción en el día a día de Uber. Esto es, no quiere que todo el mundo esté concentrado en cómo está trabajando para recuperar la confianza de los inversores de la firma en lugar de estar centrados en las decisiones de negocio. Pero, como explican los analistas, la realidad es mucho más compleja.

El CEO de Uber ha dimitido en un momento crítico para la compañía (tiene que pasar de ser una startup prometedora a ser una empresa solvente y eso le está costando) y sobre todo tras recibir muchísima presión de los inversores (y de los analistas) para que diese un paso atrás y dejase a otros tomar el control de la empresa (aunque por ahora no se sabe quiénes serán esos otros que controlarán el futuro de la compañía).

"Cuando estás en guerra con los consumidores, los empleados, los proveedores de servicios, no puedes construir un modelo de negocio y Kalanick estaba en guerra con todo el mundo", explicaba Ferdinand Dudenhoeffer, director del Center for Automotive Research de la Universidad de Duisburg-Essen a AP. "No hay un modelo de negocio en estar en guerra", reiteraba. Kalanick tenía muchísimos frentes abiertos y algunos de ellos especialmente sangrantes, como es el caso del escándalo sexista que sacudió a la empresa en los últimos tiempos.

"La más odiosa compañía en tecnología"

Uber era, como acusaban sus trabajadoras, un entorno poco amistoso para las mujeres. Como apuntaban en un editorial en el Chicago Tribune, la compañía se había convertido en una de las más importante en tecnología, pero también en "la más odiosa compañía en tecnología, dirigida por bullies sexistas y mocosos". Sus empleadas estaban discriminadas, como ellas acusaban, y la compañía no solo no supo acabar con la cultura tóxica de la empresa sino tampoco gestionar toda la crisis de comunicación asociada. Cualquiera que leía lo que publicaban los medios (como por ejemplo el mail que el propio CEO mandó a sus empleados recordándoles que no se podían acostar con sus colegas si no tenían consentimiento…) hacía pensar más en un lugar digno de ser tachado de vertedero y de espacio poco ético que de prometedora empresa con una marca digna de amar.

Y por ello el fin de Kalanick es una situación que puede verse como una lección en imagen de marca y en lo que las empresas no deberían hacer nunca. De entrada, toda la situación que las trabajadoras de Uber denunciaron es poco ética, vergonzosa y absolutamente criticable. Una empresa no debería permitir jamás y bajo ningún concepto una política como esa y un clima laboral como el que las trabajadoras denunciaron. Por lo tanto, ese fuego tiene que apagarse de base (y aunque Uber realizó despidos no lo hizo como se podría esperar que hiciera ante la magnitud del escándalo). Pero además todo esto demuestra un elemento importante: a los consumidores les importa cada vez más cómo son las empresas de puertas para dentro y toman cada vez más decisiones de consumo partiendo de ello.

Si a eso se suma que, como recuerdan en el Financial Times, también se podían encontrar casos que marcaban muy poco respeto por sus clientas (una fue violada en India por uno de sus conductores y el directivo responsable de Asia se hizo con su historial médico para usarlo en la defensa de la empresa), se puede ver una foto completa más inquietante. La compañía daba la impresión de estar demasiado obsesionada con el crecimiento, pesase a quien pesase, y su máximo responsable, como apuntaban en el diario económico, no parecía tener la altura ética para asumir las responsabilidades que todos estos problemas exigían.

La muerte del CEO-icono

Los tiburones de los negocios fueron una figura recurrente hace unas décadas, reyes del mundo business a los que poco les importaba quien cayese en su camino si lograban el éxito. Y puede que entonces consiguiesen portadas de la prensa económica, pero lo cierto es que ya no lo hacen. Tampoco lo hacen los CEO-icono, esos altos directivos que funcionaban como enseña de la empresa.

Eran genios con carisma, lo que hacía que se les perdonase prácticamente todo, incluso el ser directamente una mala persona (y no hay más que leer algunos artículos y biografías de esos directivos para verlo) o nada ético. Los robos de propiedad intelectual o la piratería de ideas se veían hasta como golpes de genio, siempre que estuviesen bien hechos. No hay más que pensar en los nacimientos de Apple para verlo: ellos fueron los elementos cool y las tenues fronteras entre ser unos piratas o no en sus primeros movimientos son olvidadas porque ellos eran simplemente innovadores dirigidos por un genio visionario.

El genio visionario ya no funciona. El directivo ultrapopular que se identifica con la imagen de la marca y que es casi él mismo la compañía se ha convertido en un lastre. Puede que sigan existiendo aspirantes a Steve Jobs, pero lo cierto es que en el nuevo mundo de los negocios ese tipo de directivos no son de entrada lo que se busca. Puede que uno tenga ideas visionarias de un futuro de negocio distinto, pero si ha cruzado líneas éticas, si es el genio loco que dice y hace lo que quiera, será simplemente visto con malos ojos, criticado por los inversores y castigado por los consumidores, que verán su empresa con los mismos malos ojos que lo ven a él.

Y si no que se lo digan a Kalanick y, sobre todo, a la persona que llegue detrás para limpiar lo que él ha manchado…

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