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Por qué no deberías obligar a tu cliente a valorar la experiencia de compra

Por Redacción - 15 Febrero 2018

Unos días atrás hice una compra en El Corte Inglés y cuando llegué a la caja me encontré con una novedad que no había visto antes. Pasé mi tarjeta para pagar y, antes de que saliese el ticket, apareció una nueva ventana. El cajero que me estaba atendiendo me invitó a responder, él de un lado del aparato y yo del otro. La máquina me preguntaba qué tal me había parecido la experiencia de atención al cliente y me invitaba a votar con una escala de caritas sonrientes y tristes, mientras el resto de la cola esperaba. Pulsé el botón de no deseo contestar (varias veces, porque no parecía reconocer el toque) y, sobre todo, me sentí especialmente violenta. Las personas que iban antes de mí en la cola habían votado con entusiasmo (después de dejar la votación en manos del niño que les acompañaba y al que parecía que la idea le emocionaba), pero ¿será esa la reacción acostumbrada?

El sistema - al menos en El Corte Inglés concreto en el que me crucé con él - parece nuevo. Nadie de mi entorno se había cruzado con ello, aunque la idea les pareció un tanto rara. En otros establecimientos de la firma ya llevan aplicándolo unos meses, como se descubre echando un vistazo online. Y, más allá de la ética de la experiencia (que daría para otro tema mucho más completo y más centrado en los derechos de los trabajadores que en la experiencia de cliente), el sistema parece bastante intrusivo, intrusivo de un modo que otras herramientas parecidas no lo parecen.

Porque, al final, la puntuación con caritas sonrientes o tristes lleva ya un tiempo presente en los aeropuertos, donde se puede puntuar desde la experiencia de pasar el control de seguridad hasta el estado de limpieza de los baños. Y, sí, lo confieso: suelo votar sobre la limpieza de los baños del aeropuerto, especialmente cuando están muy limpios. Quizás la diferencia está, en este caso, en que el proceso de puntuación se realiza en una especie de dispositivo separado y que el proceso se hace de forma voluntaria. No hay que puntuar a nadie para que te den tu ticket y ni el personal de limpieza ni el del control de acceso te esperan con el botón de puntuado cuando acabas de pasar por su zona de servicios.

Y el modo en el que se presentan un sistema y otro es completamente diferente y en realidad ambos ayudan a comprender lo que las empresas deberían y no hacer en su obsesión por conocer mejor a los clientes.

Conocer al cliente sí, pero sin ser molesto

Porque, cierto es, conocer a los consumidores y saber qué les interesa, cómo son y, sobre todo, qué opinan del servicio de atención al cliente que están recibiendo se ha convertido en una de las grandes obsesiones de las compañías. Necesitan saber si están contentos y si han valorado de forma positiva la experiencia, ya que de ello dependerá el éxito o el fracaso de su posicionamiento de mercado.

Pero esta necesidad de conocer al consumidor no puede convertirse en obsesión y, sobre todo, no puede cruzar la línea de lo que resulta molesto. Igual que la personalización no puede convertirse en algo inquietante y debe nunca convertirse en algo molesto, estudiar al consumidor no puede tampoco serlo.

La experiencia no debe resultar violenta para el consumidor y no debe sentirse obligado a dar su opinión. Uno puede pedir que le den una valoración, pero no puede exigir que alguien lo haga manteniéndolos como una audiencia cautiva hasta que lo hagan (que es al final lo que se siente cuando se pasa por caja con el sistema de El Corte Inglés). Otro método de presión para que se opine es el que se emplea cuando tras una gestión - como bien sabe cualquiera que haya tenido que tratar con una operadora de telecomunicaciones - se le pide al cliente que se quede en espera porque le pasarán "una encuesta de valoración". Muchas veces el mensaje se transmite recordando lo útil que será para quien nos ha atendido que responsamos, lo que genera un cierto sentimiento de culpa cuando se piensa en simplemente colgar.

¿Es una información realmente valiosa?

Y además ya no se trata solo de pensar en cómo se siente el consumidor acorralado para dar su opinión, en vez de generar la oportunidad de un modo mucho más orgánico, sino también del valor de la información. ¿Cuán sinceros somos cuando nos sentimos forzados a opinar? ¿Es este sistema de votaciones el equivalente a recibir el regalo de aquellos familiares que no conocen muy bien tus gustos?

Por eso, cabe preguntarse cuán valiosa puede ser en realidad esa información y si realmente es representativa de lo que los consumidores opinan de la experiencia de atención que han recibido. Tanto las votaciones muy positivas pueden estar influidas por el violento proceso de no ser capaz de votar de forma negativa a quien te acaba de atender como tanto los muy negativas pueden ser una suerte de rechazo a un sistema de este nivel.

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