Soy lingüista de profesión. He pasado los últimos 16 años...

Nadie quiere ser solo una solución temporal. Toda empresa decente aspira a levantar murallas tan altas y fosos tan profundos que ningún competidor pueda asaltarla, con facilidad: ventajas de costos, efectos de red, eficiencias de capital. En estrategia, a esta defensa se le llama “moat”. En lenguaje corriente, simplemente monopolio.

Por años pensamos que el moat de Google era su tecnología, su capacidad de innovar más rápido que el resto. Primero el PageRank, después la infraestructura titánica de centros de datos, más tarde la IA. Pero resulta que la fortaleza más inexpugnable de Google no es su algoritmo, ni sus máquinas, ni siquiera Gemini, su última joya de IA generativa. Su verdadero foso defensivo eres tú. Mejor dicho: tus datos más íntimos, tus búsquedas a medianoche, tus ansiedades disfrazadas de preguntas.

No es que Google carezca de tecnología avanzada. Desde sus inicios, mostró apetito por mejorar su motor de búsqueda, expandirse en anuncios y dominar el correo electrónico, la cartografía y mil áreas más. Pero lo que distingue a Google de cualquier competidor potencial no es la IA per se, sino la forma en que combina esa IA con un volumen abrumador de datos íntimos. Mientras Apple pone la bandera de la privacidad, Google ofrece personalización total y, de paso, hace un retrato minucioso de cada persona que utiliza su buscador.

Google + IA + Historial ¿Qué puede salir mal?

La idea de un motor de búsqueda que “lee” tus dudas existenciales ya no es distópica, sino moneda corriente en la estrategia del Google. Gemini, la IA de Google, ahora puede sumergirse en tu historial de búsquedas, sabiendo exactamente qué te quita el sueño. A mi me quitaba el sueño que un día un sistema de IA generativo se juntara con un sistema de monetización publicitario. A partir de ahora es una realidad. ¿Te preguntas si tu dolor de rodilla es un síntoma de vejez prematura? Te venderá un seguro de salud. ¿Te aterra no tener un rumbo laboral? Un curso de coaching estará esperando. El truco siniestro y brillante es que Google deja de predecir lo que quieres para influir con lenguaje natural en lo que querrás.

No todos los fosos son iguales (ni igual de duraderos)

En estrategia abundan otros fosos defensivos que, aunque formidables, rara vez rivalizan con la fusión entre datos personales e inteligencia artificial. Walmart, por ejemplo, erigió su imperio sobre economías de escala: un modelo sencillo pero eficaz donde comprar en masa reduce los costos unitarios y aplasta a la competencia que no puede sostener precios tan agresivos. Es un ejemplo digno, aunque vulnerable si un coloso como Amazon desarrolla una logística igual de implacable.

Las redes sociales popularizaron el efecto de red, que es la estrategia defensiva de Facebook o LinkedIn. Cuantos más usuarios, más valioso es el servicio, lo que lo vuelve una espiral virtuosa casi indestructible. Pero una red social puede morir tan rápido como creció (un saludo respetuoso a MySpace).

Luego están los moats de propiedad intelectual. Disney protege su tesoro detrás de una muralla de patentes y derechos de autor que dura décadas. Pero incluso Disney sabe que la nostalgia tiene límites y debe renovarse constantemente. Tarde o temprano la sociedad puede cansarse de una fórmula repetida o encontrar nuevas historias que encandilen a las nuevas generaciones. Por eso, de vez en cuando, Disney sale frenético de compras y se empaca nuevos contenidos como los de Marvel o Fox (después Star).

El moat generado por altos costos de cambio es especialmente perverso: ¿quieres abandonar Apple y su ecosistema? Buena suerte intentando sincronizar ahora todos tus dispositivos con Windows o Android. Son trampas dulces, creadas para retenerte, pero no necesariamente imposibles de superar con suficiente motivación.

Comparados con todo lo anterior, los datos personales que Google maneja parecen un foso de otra dimensión: son un recurso auto-renovable, inagotable y absolutamente personalizado. No depende solo de la tecnología, sino del incesante suministro humano de incertidumbres y deseos. Su durabilidad es casi absoluta. La capacidad de réplica es mínima. Porque, ¿quién más tiene acceso a semejante torrente de emociones humanas digitalizadas? Apple quizá, pero Siri, en términos prácticos, sigue siendo un asistente ligeramente incompetente, con un discurso que se basa en proteger la información celosamente, no en monetizarla. Microsoft y OpenAI hacen lo que pueden, pero carecen de acceso directo a tu psique diaria, (al menos por ahora).

Además, la IA generativa añade un matiz peligroso y fascinante. Ya no basta con almacenar datos y analizarlos. Ahora hablamos de sugerir, argumentar, persuadir, acompañar. Gemini y sus sucesores pueden leer entre líneas, desarrollar un tono personal, ofrecer no solo respuestas sino caminos de vida. Se convierten en terapeutas de bolsillo con la capacidad de recetar no necesariamente ansiolíticos, sino productos y servicios a tu medida. Es un modelo de negocio que combina la venta directa, con un timing casi enfermizamente perfecto.

Otros ejemplos de la industria ilustran lo difícil que es mantener un moat por largo tiempo si la ventaja es fácilmente replicable. Amazon domina el comercio electrónico, aunque ve nacer rivales más especializados que podrían morderle nichos de mercado. Facebook supo disfrutar del efecto red cuando la gente quería compartir todo con todos, pero las nuevas generaciones migran a formatos más efímeros.

El monopolio de la mente: Google y la última frontera del control de mercado

Google, sin embargo, cuenta con la capacidad de entender no solo el mundo, sino a ti. Y de esa combinación nace lo que podría ser el foso definitivo de la era de la inteligencia artificial: la personalización masiva basada en IA. Quizá Google ya no sea solo Dios, como alguna vez escribió Scott Galloway. Dios es omnisciente pero menos dispuesto a monetizar tus pecados y dudas existenciales. Con la unión de la IA generativa y tus datos, Google es otra cosa, algo más oscuro, más pragmático, más rentable: Google se convierte en ese amigo demasiado interesado que te recomienda un libro de autoayuda justo después de confesarte su ruptura, esa hermana calculadora que aprovecha la discusión sobre tu cansancio existencial para sugerirte vitaminas energizantes. Google será el terapeuta más astuto del mundo, capaz de escucharte atentamente y luego venderte el Prozac para el alma que él mismo te convenció que necesitabas.

No es una valla que se derribe con un presupuesto mayor o fichando a los desarrolladores más talentosos; es un muro erigido sobre millones de confesiones involuntarias de seres humanos que, en su fragilidad, revelan lo que nunca admitirían en público. Incluso si decidieran huir en masa a otros buscadores, Google retendría un acervo monumental ya recolectado.

Nos puede inquietar o fascinar. Unos alabarán la conveniencia de no tener que tomar tantas decisiones: “Google sabe qué quiero, y me lo da antes de que lo pida”. Otros se escandalizarán ante el escenario de una mega-corporación que nos persuade con una retórica impecable. Pero, dejando a un lado la moral, la pregunta estratégica sigue siendo: ¿puede alguien siquiera escalar esa muralla o rellenar el foso que Google ha cavado a nuestro alrededor?

La respuesta no es evidente, y Google lo sabe. No le interesa disuadirte con contraseñas; prefiere mostrarte un paraíso terrenal sin aduanas, donde todo está al alcance de un clic, y cada deseo tuyo, por recóndito que sea, puede quedar satisfecho. Y si tu conciencia moral se inquieta, pues, es el precio de la conveniencia definitiva.

Es la era donde Google es tu terapeuta y tu dealer. Donde la IA no se limita a contestar tus preguntas, sino que te sugiere las próximas.

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