Por Redacción - 21 Noviembre 2025
A las puertas de 2026, el marketing se encuentra dividido entre dos fuerzas antagónicas: la aceleración imparable de los agentes autónomos de inteligencia artificial y un renacimiento analógico impulsado por consumidores exhaustos del exceso digital. Esta tensión define una etapa de madurez en la que los directores de marketing deben operar con disciplina quirúrgica y sensibilidad casi artesanal. La era de la experimentación indiscriminada toca a su fin, sustituida por un imperativo de gobernanza, precisión y ética que condiciona la rentabilidad futura. En este nuevo equilibrio, la tecnología ocupa un rol ejecutivo, mientras lo humano —lo tangible, lo verificable— se revaloriza como un bien escaso.
La transformación más profunda ocurre en el proceso de compra, especialmente en el ámbito B2B, donde los agentes autónomos dejan de ser asistentes para convertirse en ejecutores. Estas arquitecturas multiagente ya no recomiendan: negocian, comparan y toman decisiones basadas en protocolos programados que eliminan fricciones emocionales y sesgos humanos. Para las marcas, esto supone una revolución silenciosa. La persuasión tradicional cede terreno ante la necesidad de construir activos digitales diseñados para ser interpretados por máquinas, donde la claridad semántica y la interoperabilidad importan tanto como la promesa comercial. La batalla por la preferencia se desplaza de la mente humana a los modelos de decisión de los asistentes virtuales, que ahora actúan como verdaderos porteros del consumo.
En paralelo, la búsqueda tradicional —estructurada en listados, enlaces y navegación abierta— se diluye ante el avance de los motores de respuesta y la consolidación de la Answer Engine Optimization. Las interfaces conversacionales se convierten en la puerta de entrada al descubrimiento, comprimen la información en una sola respuesta y desplazan el protagonismo de las páginas web hacia los resúmenes generativos. La visibilidad pasa a depender de ser reconocido como una fuente legítima y autorizada dentro de estos sistemas, lo que obliga a las marcas a reconfigurar sus contenidos bajo parámetros de rigor técnico, trazabilidad y coherencia semántica. Quien no logre integrarse en los grafos de conocimiento que alimentan a los modelos de IA arriesga su desaparición del mapa informativo, sustituido por competidores mejor alineados con las exigencias del ecosistema algorítmico.
A esta transformación se suma la consolidación del escenario zero-click, en el que la mayoría de las búsquedas ya no desembocan en una visita a un sitio web. Los motores de respuesta, los módulos enriquecidos y las interfaces basadas en diálogo resuelven la consulta en la misma pantalla, provocando una contracción significativa del tráfico orgánico tradicional. De cara a 2026, las marcas deben abandonar la dependencia del clic como métrica de éxito y orientarse hacia la construcción de relevancia dentro de estas respuestas inmediatas. El SEO convencional se convierte así en una pieza subordinada de una disciplina más amplia: la optimización para la visibilidad sin clic, donde el valor estratégico reside en ser citado, interpretado y validado por los algoritmos más que en recibir visitas directas.
Como contrapeso a esta hiperautomatización emerge una corriente de “limpieza digital” que revaloriza lo offline. Consumidores saturados por el ruido sintético abandonan la web abierta para refugiarse en entornos curados —televisión conectada, comunidades audiovisuales cerradas— y en experiencias físicas que recuperan el aura de lo irrepetible. Lo presencial se convierte en un nuevo lujo, un espacio sin mediación algorítmica. Las marcas deben reconstruir el valor del contacto directo y ofrecer experiencias tangibles que escapen a la replicación digital. En consecuencia, la publicidad intrusiva pierde eficacia y los presupuestos migran hacia formatos que aporten entretenimiento significativo o utilidad real, devolviendo al usuario una sensación de control que lo digital masivo le arrebató.
Este escenario también precipita una crisis de identidad en las agencias de publicidad. El modelo basado en horas-hombre y ejecución manual se vuelve obsoleto en un entorno donde la automatización asume la mayor parte del trabajo táctico. Las agencias que sobrevivan serán aquellas capaces de evolucionar hacia propietarias de tecnología, plataformas y productos propios, reservando la creatividad humana para la estrategia, la orquestación de sistemas complejos y la supervisión ética. El talento se redefine: ya no basta con dominar herramientas, sino comprender cómo gobernar ecosistemas inteligentes con una mirada crítica y multidisciplinaria.
La confianza se convierte, finalmente, en el recurso más volátil y valioso. Con el aumento de riesgos legales asociados al uso de la IA y la creciente sensibilidad sobre la privacidad, la gobernanza de datos deja de ser un asunto técnico para convertirse en un eje reputacional. Las organizaciones deben demostrar trazabilidad, transparencia y compromisos auditables, especialmente en sostenibilidad e inclusión. Las promesas basadas en declaraciones vagas ya no funcionan; solo la evidencia verificable sostiene la credibilidad en un mercado que penaliza duramente cualquier inconsistencia entre discurso y práctica.
Este panorama convive con un cambio profundo en la psicología del consumo, impulsado por la “Treatonomics”. Ante la imposibilidad de alcanzar grandes hitos vitales, los consumidores fragmentan la felicidad en microcelebraciones diarias —los llamados “inchstones”— y orientan su gasto hacia gratificaciones inmediatas. Esto obliga a las marcas a diseñar productos y narrativas que acompañen estos momentos efímeros pero intensos, reconociendo que el consumidor está dispuesto a endeudarse moderadamente para obtener mejoras pequeñas pero tangibles en su bienestar cotidiano.
La creatividad tampoco queda al margen del reajuste. Pese al crecimiento de la economía de creadores, la eficacia del contenido generado por influenciadores es limitada y, en muchos casos, desconectada de los valores de marca. El futuro exige abandonar acciones aisladas para construir plataformas creativas sostenidas, en las que los creadores se integren orgánicamente en la identidad de la marca y no solo alquilen su audiencia. En este marco, la inclusión deja de ser un gesto performativo y se convierte en un requisito operativo. Las microcomunidades, más íntimas y específicas, reemplazan a las redes masivas como espacios de pertenencia, obligando a las empresas a participar en conversaciones de nicho con autenticidad genuina.
La desaparición de la atención humana como eje central del ecosistema es otro de los aspectos en tendencia a destacar. La industria ha trabajado durante décadas bajo la premisa de competir por segundos de mirada, por clics, por impresiones y por cualquier destello de interés del consumidor. Sin embargo, en un entorno dominado por motores de respuesta y agentes autónomos, la atención deja de ser un recurso humano para convertirse en una capa algorítmica que decide qué merece ser visto, recomendado o comprado. La disputa ya no se libra ante el consumidor, sino ante los sistemas que filtran su realidad. Este cambio obliga a replantear la arquitectura misma de lo que entendemos por marca. Ya no basta con ser relevante para las personas; se debe ser legible para las máquinas. Esto implica desarrollar identidades semánticas coherentes, bases de datos estructuradas y señales de autoridad que los modelos puedan interpretar sin ambigüedades. El branding se transforma en un ejercicio de codificación, donde la claridad conceptual y la consistencia a lo largo de todos los puntos de contacto digitales determinan la visibilidad algorítmica. En este nuevo orden, la narrativa ya no se dirige únicamente al público, sino a motores de inferencia que necesitan comprenderla para reproducirla.
El ecommerce, por su parte, entra en una nueva fase donde la compra se independiza de la navegación tradicional. Para 2026, el “AI-commerce” —compras iniciadas, evaluadas o ejecutadas por asistentes de IA— penetra con fuerza en categorías como electrónica, hogar, cuidado personal y servicios de suscripción. Los consumidores externalizan el análisis de opciones a sus agentes personales, que seleccionan productos basándose en especificaciones, historial de uso, reseñas verificadas y patrones de comportamiento. Esto reduce el peso del diseño del sitio o de la experiencia visual, y amplifica la importancia de datos estructurados impecables, catálogos estandarizados y señales de confiabilidad verificables. La conversión ya no ocurre en un carrito tradicional, sino en una conversación con un agente.
Asimismo, surge una tendencia clave: la reducción del “journey” de compra a un solo paso, impulsada por modelos generativos integrados en todos los canales. Las plataformas de contenido, de streaming y de social media comienzan a permitir compras instantáneas dentro de conversaciones o recomendaciones producidas por IA, eliminando rutas largas y aumentando el peso de los triggers contextuales. Esto acelera la transición hacia un comercio sin fricción y pone en desventaja a las marcas que dependen de procesos extensos, funnels segmentados o decisiones altamente informadas.
Al mismo tiempo, emerge una competencia silenciosa pero decisiva: la batalla por los datos de entrenamiento. Las marcas se enfrentan a un escenario en el que no solo deben estar presentes en el mercado, sino también incrustadas en las bases de conocimiento que alimentan a los grandes modelos de IA. Si no forman parte de los corpus confiables, las ontologías y los grafos de conocimiento, simplemente dejan de existir para los algoritmos que median la recomendación y la compra. Esta inclusión algorítmica se convierte en un punto de inflexión estratégico que separa a las marcas visibles de las invisibles.
Este desplazamiento también redefine la medición. Las métricas tradicionales —alcance, impresiones, CTR— pierden su valor explicativo en un ecosistema donde la interacción humana es mínima. La nueva métrica clave es la presencia en las respuestas generadas por los modelos de IA: la frecuencia con la que un asistente cita a una marca, la posición que ocupa dentro de una recomendación automatizada, la ponderación que los algoritmos asignan a su reputación. La influencia deja de medirse en impactos humanos y se empieza a cuantificar en impactos algorítmicos.
En suma, este enfoque revela una conclusión ineludible: 2026 pone fin al modelo basado en captar la atención humana como principal recurso y da paso a una economía donde la atención determinante es la que conceden los sistemas inteligentes. En paralelo, el mapa completo de tendencias configura un 2026 en el que el éxito dependerá de una destreza dual: conectar emocionalmente con las personas mientras se negocia en términos precisos con la lógica de los algoritmos, fortalecer la confianza en tiempos de escepticismo y crear experiencias físicas significativas en un entorno saturado de lo artificial. Las organizaciones capaces de dominar esa doble mirada serán quienes definan el ritmo de la próxima era del marketing.












