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Cosmética infantil: el multimillonario negocio de las marcas que seducen a menores preadolescentes y crece gracias a TikTok

El imperativo cosmético en la preadolescencia: El modus operandi de las marcas en la era del scroll

Por Redacción - 3 Diciembre 2025

La irrupción de las nuevas marcas de cosmética en el universo infantil y preadolescente no es un accidente del mercado, sino el resultado calculado de un ecosistema digital que ha convertido a la Generación TikTok en un laboratorio de tendencia.

En pocos años, el sector ha pasado de ignorar al público infantil a convertirlo en un nicho multimillonario: solo en 2024, el mercado global de cosméticos para niños alcanzó un valor estimado de 1.720 millones de dólares, con previsiones de duplicarse en la próxima década. Este crecimiento no se explica únicamente por la oferta, sino por una demanda moldeada desde redes donde los menores observan, comparan y emulan rituales de cuidado facial que antes se asociaban exclusivamente con la adultez.

El fenómeno de los Sephora Kids, documentado ya en Estados Unidos, España y América Latina, ofrece la imagen más visible de este cambio.

Niñas de entre ocho y doce años recorren pasillos en busca de tónicos, sérums o cremas con ácido hialurónico inspiradas por los vídeos que consumen a diario. La estética de los productos —envases divertidos, colores pastel, texturas sensoriales— oculta con frecuencia formulaciones que incluyen activos pensados para pieles maduras, desde retinoides suaves hasta exfoliantes químicos. Esta desdiferenciación deliberada permite a las marcas ocupar un espacio dual: son visualmente juguetes, pero químicamente cosmética de alto rendimiento.

La estrategia no se limita al packaging. En el corazón del fenómeno está la ingeniería social del deseo. Estudios recientes muestran que casi la mitad de los usuarios de entre 12 y 17 años descubren nuevos productos de cuidado personal a través de redes sociales, donde influencers —tanto preadolescentes como jóvenes adultos— exhiben rutinas de hasta diez pasos y productos valorados en más de cien dólares mensuales. El mensaje implícito es que la visibilidad digital requiere una piel perfecta y que el cuidado facial es un requisito social, no una práctica opcional. La lógica imitativa de estas edades convierte cada vídeo viral en un mandato silencioso de compra y transforma la cosmética en capital social, equiparable a una zapatilla de edición limitada o un smartphone de última generación.

El problema no es únicamente cultural o simbólico: es dermatológico. Expertos consultados en distintos países advierten de un aumento de casos de irritación, dermatitis y brotes de acné en menores que utilizan productos formulados para adultos. La barrera cutánea de la infancia y preadolescencia aún está en desarrollo, y su exposición sostenida a activos de alta potencia puede generar sensibilización e incluso alterar la microbiota cutánea. Paradójicamente, bajo la narrativa comercial de la “prevención temprana”, las marcas han logrado instalar la idea de que “nunca es demasiado pronto” para empezar a cuidar la piel, aun cuando no existe evidencia dermatológica que avale el uso de retinoides o exfoliantes en edades tan tempranas.

Este desajuste entre riesgo real y discurso de bienestar se agrava en un contexto donde la regulación va varios pasos por detrás del mercado. Las autoridades sanitarias aún no han establecido criterios específicos para productos dirigidos a menores, ni han actualizado los controles frente a un marketing de influencia que opera en un entorno casi imposible de fiscalizar.

Mientras tanto, las plataformas de e-commerce permiten que niñas de diez años tengan acceso inmediato a cosméticos potentes que antes solo se adquirían en entornos profesionales o bajo recomendación especializada. La velocidad del ecosistema digital, su capacidad de viralización y la opacidad de muchas prácticas promocionales han erosionado la capacidad regulatoria clásica, que aún se mueve al ritmo de la publicidad televisiva y no del algoritmo.

El auge de la cosmética infantil configura, en suma, un fenómeno que combina intereses económicos, fragilidades psicológicas y vacíos legales.

Las marcas han sabido capitalizar la ansiedad estética y la búsqueda de pertenencia propias de la preadolescencia, mientras los adultos —padres, educadores, reguladores— observan cómo una industria de crecimiento acelerado redefine la relación de los niños con su imagen y su cuerpo. En este escenario, la responsabilidad social corporativa debería ser la primera línea de defensa, pero rara vez lo es. De ahí que resulte imprescindible un marco regulatorio más exigente, capaz de frenar la exposición temprana a productos potencialmente dañinos y, sobre todo, de desactivar la narrativa que convierte el cuidado facial infantil en un imperativo social alimentado por algoritmos y oportunidades comerciales.

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