Por Redacción - 24 Noviembre 2025

Tras varias semanas intensas exposiciones y argumentos legales que comenzaron el pasado septiembre, el juicio antimonopolio contra Google en Estados Unidos concluyó su fase de alegaciones finales a finales de noviembre de 2025. Este proceso legal, impulsado por el Departamento de Justicia, no se centra en una multa o una modificación superficial de las prácticas comerciales, sino que persigue la medida correctiva más drástica en el derecho antimonopolio moderno: la ruptura forzosa del lucrativo negocio de publicidad digital de la compañía.

La acción judicial acusa a la tecnológica de haber monopolizado de manera ilegal los mercados de tecnología publicitaria en la web, perjudicando sistemáticamente tanto a los editores de contenido como a la libre concurrencia y, en última instancia, al consumidor final. La jueza, quien ya dictaminó en abril de este mismo año que Google había infringido la Ley Antimonopolio, debe ahora determinar si la única vía para restaurar la salud de la estructura digital pasa por desmantelar las piezas clave de su infraestructura publicitaria. La expectación es máxima, pues el fallo sentará un precedente definitorio para el futuro de las grandes corporaciones tecnológicas y la aplicación de la ley en la economía digital.

El argumento central esgrimido por los abogados del Departamento de Justicia se basa en la necesidad imperiosa de desinversión, sosteniendo que, si no se obliga a Google a vender partes de su maquinaria de anuncios, la empresa simplemente continuará ideando nuevas estrategias para socavar a la competencia. Los demandantes han presentado un caso que ilustra cómo el dominio de Google en la pila tecnológica publicitaria, que incluye herramientas para editores, anunciantes y el ad exchange donde se realiza la subasta en tiempo real, le permite controlar el precio y la distribución de los anuncios, extrayendo una porción excesiva de valor a expensas de los creadores de contenido y de las empresas que buscan anunciarse. Esta posición de dominio vertical, según la acusación, ha mermado la capacidad de los competidores para ofrecer alternativas viables, asfixiando la innovación y llevando a una disminución de la calidad de los servicios ofrecidos a los editores. La desinversión se presenta, por tanto, no como un castigo, sino como el único recurso funcional para reintroducir la competencia efectiva en un mercado que se percibe viciado por el control absoluto de un único actor dominante.

Frente a la exigencia de desmantelamiento, el gigante tecnológico ha construido una defensa sólida, centrada en la eficiencia inherente de su arquitectura integrada.

Google arguye que sus herramientas publicitarias, al funcionar como un sistema unificado, facilitan un proceso más rápido y menos costoso para la compra y venta de espacios publicitarios, beneficiando a ambas partes del mercado. Deshacer esta integración, según la postura de la compañía, no solo resultaría ser técnicamente inviable, sino que además impondría cargas innecesarias y costosas a los anunciantes y editores, reduciendo la innovación y la calidad del servicio. Los representantes de la empresa han insistido en que cualquier medida que no sea un cambio conductual —en lugar de un cambio estructural— sería desproporcionada y perjudicial. La narrativa que Google intenta humanizar se basa en presentar su integración como el resultado orgánico de años de desarrollo e inversión, que han generado un servicio que los usuarios y clientes han elegido libremente, y cuya ruptura solo serviría para desestabilizar el funcionamiento cotidiano de internet tal y como lo conocemos. La cuestión de fondo, más allá de los tecnicismos legales, se reduce a si la eficiencia operativa puede justificar una posición de poder que suprime la libre concurrencia y dicta las reglas del juego.

La decisión que se tomará en los próximos meses no solo afectará a los miles de millones de dólares que genera el negocio publicitario de Google, sino que resonará en la estrategia regulatoria global.

El caso se inserta en un contexto más amplio donde Estados Unidos mantiene litigios antimonopolio pendientes contra otros gigantes tecnológicos, incluyendo Meta Platforms, Amazon y Apple, lo que subraya una ofensiva regulatoria sin precedentes destinada a redefinir el poder de las corporaciones en la era digital. Previamente, en otros casos, Google logró evitar la venta forzosa de activos clave, como su navegador Chrome, aunque se le ordenó compartir datos con sus rivales, lo que establece un precedente de soluciones alternativas al desmembramiento.

Sin embargo, en el caso de la publicidad digital, la jueza ya ha determinado que existe una infracción, lo que sitúa la balanza mucho más cerca de una intervención estructural que en disputas anteriores. La sentencia que está por llegar ofrecerá una respuesta contundente a la pregunta de si la ley antimonopolio, concebida para una economía industrial del siglo pasado, tiene la capacidad real y la voluntad política para modular eficazmente el dominio de las plataformas del siglo XXI. La comunidad de editores, anunciantes e inversores aguarda con nerviosismo el veredicto que marcará un antes y un después en la configuración del mercado publicitario online y la distribución de valor en la red.

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