Por Redacción - 16 Junio 2025

Don Draper, el personaje de ficción y protagonista de la serie de televisión Mad Men, se convirtió a través de la pantalla en un símbolo representativo de la era dorada de la industria de la publicidad en los años 60, donde la creatividad y la intuición eran las grandes protagonistas, se encontraría hoy frente a un panorama fascinante pero también desconcertante: la llegada de la inteligencia artificial.

Su visión del marketing se basaba en conectar emocionalmente con el consumidor, despertando deseos y aspiraciones, vendiendo no solo un producto, sino una experiencia, una felicidad anhelada. Para Don, una campaña efectiva era aquella que revelaba los deseos ocultos del público y los presentaba de manera irresistible, tocando lo más profundo del ser. Todo lo contrario que aquella visión ahora romántica y totalmente contraria a las tendencias actuales. La inteligencia artificial trabaja desde una lógica opuesta analizando grandes volúmenes de datos, identificando patrones y optimizando estrategias mediante algoritmos. La publicidad programática, que automatiza la compra y venta de espacios publicitarios, o la personalización basada en IA, que adapta mensajes al perfil de cada usuario, ofrecen una precisión y eficiencia inimaginables en la época de Don Draper.

Estas herramientas, alejadas del proceso creativo inspirado y casi artesanal de antaño, generan resultados medibles y segmentación exacta. La IA puede anticipar tendencias, ajustar presupuestos en tiempo real y crear múltiples variantes publicitarias a gran velocidad, liberando a los creativos de tareas repetitivas para que se enfoquen en la estrategia e innovación. Sin embargo, Draper iría sin duda más allá de la simple eficiencia. Se preguntaría si depender tanto de los datos no acabaría por diluir la esencia humana de la creatividad, si esa personalización extrema no eliminaría la sorpresa y el toque especial que hacen inolvidable una campaña. Para él, la publicidad era un arte, una forma de seducción que requería un profundo entendimiento de la condición humana, no una fórmula matemática. Si bien reconocería el valor de la IA para optimizar medios y segmentar audiencias, insistiría en que el verdadero poder reside en la idea original, el concepto capaz de conmover y transformar, algo que ninguna máquina podría reproducir plenamente.

El debate entre creatividad y datos, tan vigente hoy, habría sido para Don una extensión de su propia filosofía

Don Draper siempre confió en la intuición, en esa verdad emocional que habita en el subconsciente del consumidor. La IA puede ofrecer mapas detallados sobre comportamientos, pero ¿puede comprender realmente esa emoción intangible que impulsa una compra, ese deseo oculto que una marca bien posicionada puede despertar? Probablemente, en su pragmatismo, hubiera aceptado la IA como una herramienta valiosa de apoyo, un asistente para perfeccionar sus intuiciones y alcanzar al público con mayor precisión. Pero jamás le cedería el protagonismo en la creatividad. Para él, ninguna máquina podría sustituir el latido humano, la complejidad de una emoción ni el pathos que convierte un producto en un objeto de deseo.

El emblemático publicista, moldeado en una época donde la chispa creativa era el santo grial, enfrentaría la avalancha de creatividad generada por la IA con mezcla de curiosidad, escepticismo y reafirmación del valor insustituible del espíritu humano. En su tiempo, una campaña nacía de la mente de un creativo, se moldeaba en noches de cigarrillos y whisky, y se presentaba como una obra destinada a tocar el alma.

La creatividad asistida por IA, con sus capacidades para generar textos, diseños, melodías o guiones audiovisuales en cuestión de segundos, pondría a prueba sus convicciones. Para Don, el proceso creativo era más que ensamblar imágenes y palabras: era la expresión de la experiencia humana, las heridas y alegrías que permiten empatizar y comunicar verdades universales, o al menos, comercialmente efectivas. Reconocería la potencia de la IA para producir múltiples versiones de un anuncio y optimizar cada detalle para maximizar conversiones, valoraría su capacidad para procesar datos que escapan al alcance humano y detectar patrones ocultos. Pero el corazón de su filosofía estaba en la conexión emocional, en despertar un deseo latente o cubrir necesidades no expresadas. La IA puede imitar estilos y patrones emocionales basándose en datos, pero ¿podría realmente sentir la melancolía que subyace en una decisión de compra o el anhelo de pertenencia que fideliza a un consumidor? Don, experto en psicología del consumidor, argumentaría que la IA imita la forma, pero carece de la esencia. La autenticidad y la originalidad genuinas surgen de la experiencia humana, la vulnerabilidad y la empatía.

Fuera de la ficción, los grandes gurús reales de la publicidad de los años 60, como David Ogilvy, Bill Bernbach, Leo Burnett y Rosser Reeves, ya no están vivos, pero su legado sigue marcando profundamente la industria. Cada uno dejó una huella única: Ogilvy impulsó la importancia de la investigación y el mensaje claro, Bernbach revolucionó la creatividad emocional, Burnett creó íconos culturales y Reeves definió el concepto de propuesta única de venta. Murieron entre los años 1971 y 1999, pero sus ideas siguen vigentes, adaptadas incluso a los entornos digitales y automatizados actuales. La esencia de todos ellos, sirvió para inspirar el personaje de Don Draper y aunque no representa directamente a uno solo, su personaje toma rasgos, filosofía y estilo de vida de varios de estos publicistas legendarios.

Si vivieran hoy, probablemente verían la inteligencia artificial como una herramienta útil pero limitada. Reconocerían su valor para analizar datos, automatizar tareas y mejorar la eficiencia publicitaria, pero advertirían sobre el riesgo de perder la conexión humana, la intuición creativa y la autenticidad emocional que, según ellos, eran la clave del verdadero impacto publicitario. Para estos visionarios, la publicidad eficaz no era solo cuestión de lógica o repetición, sino de tocar algo esencial en el ser humano, algo que la tecnología aún no puede replicar por completo. Y si en los años 60 hubiera existido la IA actual, Mad Men hubiera sido una serie completamente diferente, aunque sin duda, Don Draper hubiera mantenido todo su carácter y talento creativo.

Probablemente, Don Draper en su vida de ficción, vería la creatividad generativa como un potente aliado para la generación rápida de ideas y la optimización de campañas.

La IA podría ser un socio infatigable de brainstorming, generando miles de opciones que los creativos humanos refinarían con ese toque único e irrepetible. En vez de una amenaza, la tecnología sería un amplificador, liberando a los creativos de lo rutinario para que se concentren en la “big idea” que trasciende la mera persuasión para convertirse en fenómeno cultural. La IA sería la herramienta, pero la obra maestra requeriría siempre la visión y el pulso del artista. Para Don, el debate no era sobre reemplazo sino redefinición de roles. La IA destaca en ejecución y escala, pero la innovación real, el concepto nuevo que conecte con la cultura o desafíe las normas, seguirá siendo terreno humano. La IA aprende de lo existente y predice lo probable, pero no crea lo inesperado ni lo disruptivo. La intuición y el pensamiento lateral, claves en sus campañas más icónicas, son cualidades humanas por excelencia.

Además, el propio Don Draper, estratega por excelencia, se preocuparía por la homogeneización que puede generar la dependencia excesiva en la IA. Si todos usan los mismos algoritmos, ¿dónde queda la voz única de la marca? Para él, la diferenciación y el talento humano son esenciales para destacar en un mercado saturado. La IA puede generar contenido óptimo, pero el alma y la capacidad de inspirar son atributos exclusivamente humanos. La publicidad verdadera reside en la mente y el corazón humanos, con la IA como herramienta, nunca como fin.

Don también estaría atento a los retos éticos que la IA trae consigo: la privacidad, los sesgos algorítmicos y la posible manipulación del consumidor mediante microsegmentaciones precisas. Un hombre que comprendía el poder de la persuasión sabría que, potenciada por la IA, esa influencia puede cruzar la línea entre persuadir y manipular. La honestidad —o al menos su apariencia— es fundamental en el mensaje publicitario, y la opacidad de los algoritmos podría poner en riesgo esa confianza. Evidentemente, Don Draper vería la inteligencia artificial como una fuerza revolucionaria, pero que requiere de una mano creativa para guiarla. No se negaría a adaptarse —fue siempre un sobreviviente— pero a su manera: usando la tecnología para potenciar su visión, nunca para sustituirla. La IA sería el pincel más avanzado, pero el artista, el creador verdadero, siempre sería el ser humano, capaz de conectar con las complejidades del espíritu.

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